Opinion

El aluvión de Managua del 4 de octubre de 1876

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I

A LAS nueve de la mañana, cuando los vecinos almorzaban, se desató un fortísimo turbión sobre la quieta y pequeña ciudad de Managua. Entrando por el Suroeste, del lado del camino de Ticomo, buscó cauce por la Calle Honda que después se llamaría del Aluvión, correspondiente mucho más tarde a la Primera Calle Norte.

El profeta Zacarías Esquilach

Antes de celebrarse las fiestas patrias de septiembre había llegado a pie de Costa Rica el profeta nazareno Zacarías Esquilach. Una corona de espinas naturales ceñía su cabeza. Llevaba sobre su hombro izquierdo una cruz pintada en verde, de un metro de largo. Vestía túnica morada y calzaba sandalias. Mediano de estatura, moreno, cabello castaño y barba partida, sus largos bucles le caían sobre la espalda y sus ojos interrogadores eran muy negros. Recorriendo las calles, improvisaba en cada esquina, predicando Moral. Lo seguían, curiosos, chicos y viejos. Nadie osaba interrogarle y, antes de dirigirse a la ciudad de León, predijo a los capitalinos:

–Muy pronto seréis víctimas de una catástrofe.

Y esta catástrofe, sin que nadie se la imaginara, aconteció el 4 de octubre de 1876, día del Poverello de Asís. Por ello se le llamó durante muchos años El Cordonazo de San Francisco. A las cinco de la tarde del día anterior comenzó a caer granizo. Cada transeúnte sentía en la espalda como un latigazo. Después estuvo cayendo agua menuda toda la noche hasta las cinco de la mañana, cuando se tomaba café con leche. Pero, a la hora del almuerzo ––mientras se comían huevos, frijoles, carne asada, tortilla y queso–– surgió el turbión de agua arrastrando con todo lo que encontraba a su paso.

Se oyeron gritos de alarma y terror en varios puntos de la ciudad. El turbión se había esparcido a través de las calles principales hasta dos, tres y cuatro varas de altura, produciendo un ruido espantoso. En las plazas de la Parroquia y San Miguel el agua subió hasta una vara e inmediatamente las casas adyacentes se inundaron, sin que los moradores pudiesen poner a salvo sus muebles y demás enseres, mucho menos el numerario. Apenas tuvieron tiempo para salvar sus vidas, muchos teniendo el agua hasta más arriba del pecho. Mujeres con chiquillos en los brazos iban corriendo despavoridas en busca de un asilo. Pequeñuelos llamaban a gritos a sus madres: estas buscaban a sus hijos; se oían ayes, quejidos, súplicas elevadas al cielo; se veían ancianos pidiendo socorro y hombres arrojados que, dando gritos, se precipitaban en la furibunda corriente para rescatar a cualquier infeliz.

Los vecinos de la zona Occidental de Managua no sabían dónde dirigirse para escapar de una muerte segura. Algunos se refugiaron en el templo de San Antonio, ubicado sobre un pequeño promontorio. Otros tomaban para el Oriente y los demás hacia la Loma de Tiscapa, donde no pudiesen ser víctimas del alud. Grandes árboles, trozos de viviendas pajizas, ganado de asta y casco, cerdos, aves de corral, cafetos, cepas de plátano y hasta enormes peñascos arrastraba la impetuosa corriente. Un peñasco quedaría varado, como vestigio del Cordonazo de San Francisco, por haber disminuido la fuerza de la corriente: era esférica y medía cinco metros de altura y doce de circunferencia. La Municipalidad no advirtió el valor histórico que al trotar de los años tendría ese peñasco, pues dispuso que los presidiarios se encargaran de destruirlo a barrotazos; pero, como el peñasco había permanecido enterrado tres cuartas partes de su volumen, solo pudieron eliminar su cuarta parte visible.

Centenares de víctimas hubo entre ahogados y golpeados. Una tapia le cayó encima a una quinceañera, muriendo al día siguiente. Una señora, auxiliada por su sirvienta, colocó una escalera y tomando de uno en uno a sus pequeños hijos, los subió al techo, logrando todos ponerse a salvo de la corriente. Cantidades de muebles sobrenadaban frente a la costa del Lago Xolotlán. El hilo telegráfico, instaurado por el gobierno del Amo Pedro, fue interrumpido el día de la tragedia, no pudiendo transmitirse la fatal noticia a Occidente, pues la correntada había botado los postes. El mensaje comenzó a decir: Managua se está per…

Como el presidente Chamorro Alfaro se hallaba en Chinandega combatiendo la plaga del chapulín, el Encargado del Poder Ejecutivo impartió órdenes al Comandante de la Guardia de Honor para que destacara pelotones de soldados a fin de ayudar al salvamento de los capitalinos. Así, con largos cabestros, lograron rescatar de la negra y fangosa corriente a numerosas personas, pocas en comparación a las arrastradas y fallecidas. Serían las diez de la mañana cuando cesó la corriente, pero unas horas después los managuas vieron pasar una enorme manga de langostas, llamadas chapulines, que iba de Occidente hacia Oriente y se posó sobre los árboles, dejándoles sin follaje. Dichosamente la temible plaga no llegó a las Sierras. De lo contrario, el hambre no se hubiera hecho esperar.

Hasta dos días después del siniestro, el Amo Pedro se enteró de lo acontecido en Managua. En el acto se encaminó hacia la capital. Allí se le aguardaba con verdadera ansiedad. Ordenó entonces la derogatoria del empréstito forzoso decretado el 20 de abril de aquel año para aliviar a los damnificados y porque los conatos de guerra exterior se iban disipando. También nombró una Junta de Socorros, presidida por don Benjamín Guerra, para ayudar en sus necesidades a los damnificados, poniendo desde luego a su orden la cantidad de tres mil pesos y toda la ropa militar almacenada en los cuarteles.

Acciones de la Municipalidad

La Municipalidad decidió abrir un cauce al Occidente de la ciudad para desviar las aguas y en sesión del 8 de octubre la declaró en estado de ruina, acordando que todos los vecinos de 17 hasta 40 años, que no habían sufrido pérdidas, estaban obligados a contribuir con 80 centavos para su saneamiento. En la misma sesión se comisionó a los regidores el aseo inmediato, siendo creada una Junta especial que se encargara de desaterrar las calles. Se puso en vigor, además, la ley del 1ro. de septiembre de 1851 que establecía la pena de palos para los ladrones sorprendidos infraganti. Muchos de estos fueron castigados con golpes de vara en la plaza pública, cesando los frecuentes robos que diariamente se cometían.

La Municipalidad de Masaya, por su parte, hizo saber al Presidente de la República sus deseos de ser trasladado el Gobierno a aquella ciudad, aunque fuera temporalmente, hasta tanto no estuviera saneada Managua, ya que los cadáveres sepultados bajos los escombros podrían afectar la salubridad pública.

La familia del presidente

A la familia del Amo Pedro no le sucedió nada grave. El llamado Palacio donde residía fue apenas inundado una cuarta de barro en casi todas sus piezas, cuando en las casas del frente y del costado subió más de una vara; y eso merced a que grandes palizadas se aglomeraron al llegar cerca del Palacio. Esto hizo que las correntadas tomaran otro curso. Doña Luz, esposa del presidente, se mostró protegiendo a todos los que buscaban asilo en el mismo Palacio.

De las hermanas repúblicas centroamericanas, solo el gobierno de El Salvador colectó entre los funcionarios públicos y vecinos de la capital cuscatleca la cantidad de 4.000 pesos para distribuirlos a los damnificados.

A Casimiro Guerrero, popular versificador de Managua y vecino del barrio El Nisperal, el aluvión le inspiró esta plegaria en octosílabos: El cuatro del mes corriente / del octubre riguroso, / fue triste día lastimoso / que asombró a toda la gente. // Ya viene la tempestad / por mientras culpas y excesos, / derribando árboles gruesos / y destruyendo Managua, / destruyendo su progreso. // Jesús de la Caridad / no permitas, Padre mío, / que en este terrible río / recibamos la crueldad. // Beatísima Trinidad, / ampáranos por favor, / que contritos de dolor / están tus hijos amados…

Entre las familias residentes en la capital figuraban las de apellidos Álvarez, Arce, Arróliga, Barberena, Bermúdez, Bone, Bravo, Cabezas, Chávez, Corea, Díaz, Duarte, Espinoza, Estrada, Fonseca, García, Guerra, Guerrero, Lara, Largaespada, Leal, López, Lupone, Manzanares, Martínez, Méndez, Montenegro, Morales, Moreira, Obando, Rivas, Rodríguez, Santamaría, Saravia, Silva, Solís, Solórzano, Torres, Vélez y Zelaya. Dos jóvenes de este apellido, José Santos y Francisco, rescataron valientemente a varias personas.

El auxilio de ciudades y pueblos

Algunas ciudades y pueblos se ubicaron a la altura de las circunstancias enviando auxilio de gente, víveres de toda clase, ropa, calzado y medicinas, distinguiéndose Nagarote, Catarina, San Juan de Oriente, Niquinohomo, Diriá y San Marcos. En las cabeceras departamentales de Chinandega, León y Masaya se formaron Juntas de Socorros. La de Chinandega envió a la capital 350 pesos, óvolo recaudado entre 44 personas y la de León estuvo integrada por 131 personas que recaudaron 2.071 pesos y 50 centavos plata. Don Pablo Eisenstuck, rico comerciante y cónsul honorario del Imperio alemán en Chinandega y León desde el 7 de mayo de 1870, aportó 500 pesos.

II

En 1876, año del Aluvión, los habitantes de Managua sumaban unos siete mil, sin policía urbana organizada. Apenas cinco o seis soldados, bajo el mando de un oficial a caballo, vigilaban la población. Chingos fue el apodo que les dio la voz popular. Hacía poco tiempo, por decreto del 8 de octubre de 1872, la aldeana capital comenzó a disponer de alumbrado público de kerosene, en sustitución de los faroles de velas que cada vecino estaba obligado a colgar de un clavo en el dintel de la puerta de su casa, durante las primeras horas de la noche, mientras se acostaba. Se establecieron penas severas para todo aquel que se atreviera a subirse al poste de un farol para encender un puro o dañara la madera o rompiera un vidrio de dicho farol. Había multas de 80 centavos hasta 15 pesos, amén de ser llevados por los Chingos a la Culequera, o sea la cárcel. Si quebraban el farol entero eran 10 pesos de multa. Solo el tubo 50 centavos y 25 si derramaba el gas. Un cuerpo de individuos militarizados, los candileros, recorrían las calles con una escalera al hombro parta mantener al día el servicio y encender y apagar los faroles en horas determinadas.

Las piezas lirico-dramáticas de la Compañía Blen

En esas condiciones, a inicios de 1871, se habían representado piezas lirico-dramáticas de las ambulantes compañías españolas. La primera de ellas ––tenía el nombre de su fundador y director Saturnino Blen–– llevó a escena en el Palacio de Gobierno dos comedias que fueron muy aplaudidas, particularmente la primera: El Pilluelo de París. En ella se lució con su gracia y desenvoltura el joven José Blen. El argumento de la comedia era moral: se dirigía a estigmatizar los excesos que ciertos jóvenes ricos y licenciosos acostumbraban cometer en daño de las niñas pobres e inocentes.

El viernes 10 de febrero la Blen ofreció el drama Guzmán, el bueno, dedicado al Congreso de la República. El señor Eusebio Muñoz mereció repetidos aplausos en el papel de Guzmán y la señora Muñoz de Blen en el de la Madre. También esa noche, a partir de las 8, montó una zarzuela: La Colegiala, en la que fue felicísima la señorita Rainevi con su excelente voz. El público quedó más que satisfecho. El teatro estaba arreglado con mucha elegancia. Se anunció que la puesta en escena del domingo 12 sería la última, exceptuando la función del martes 14 en beneficio de la iglesia parroquial.

Como era ya costumbre desde 1858, la Banda de los Supremos Poderes ejecutaba en la plaza, cada jueves y domingos, un concierto siempre apreciable y apreciado. El 13 de agosto de 1871 incluyó la fantasía “Norma” de Bellini, el valse “Caprera” de Meissner, el “Aria allegro” de Verdi y la “Entrada en Milano” de Tucks; el del 3 de septiembre la marcha “Los soldados del Fausto” de Gounod, la obertura de “La Estrella del Norte” de Meyerbeer, un popurrí de piezas serias y burlescas de Bender, y la polka “El ruiseñor y el abejorro” de Lejeune; y el de uno de los domingos de octubre el valse “Flor de otoño” de la ópera “El Fausto”, la Gran Aria de la ópera “La Seminarís” para barítono de Rossini, la polka “Francia” de Gutner y la gran fantasía sobre los motivos de la ópera “La Traviata” de Verdi. Los artistas de la Banda, dirigida por el maestro belga Alejandro Cousin, eran a la vez músicos del Palacio y del Ejército, y conformaban la mejor escuela de música instrumental de la República.

El 14 y 15 de septiembre

Otra costumbre recreativa, además de cívica, era la de las conmemoraciones del 14 y 15 de septiembre. La primera correspondiente al año 1871 fue celebrada desde el amanecer con salvas de artillería. En la tarde hubo un globo y por la noche fuegos artificiales, concluyéndose con un paseo presidido por la Municipalidad e iniciado con un discurso del Alcalde. Nicaragua recordaba con júbilo el 14 de septiembre del año 56 como la aurora de su segunda independencia en aquellos aciagos días cuando el filibustero, hollando con sus plantas el suelo de la Patria, creía ya pertenecerle por derecho de conquista. En su discurso, el Alcalde ponderó la memoria de dos de nuestros más ilustres campeones de la guerra contra el filibusterismo esclavista José Dolores Estrada y Fernando Chamorro:

––El día de ayer tronó el cañón ––dijo–– en conmemoración de la Batalla de San Jacinto, tan célebre en nuestros recientes anales y ganada por el primero, y de la Batalla del Jocote, ganada por el segundo el 5 de marzo del 57.

La celebración del 15 de septiembre de 1871 ––fecha del 50 aniversario de la emancipación política de Centroamérica–– fue también muy alegre. Gobierno, autoridades y ciudadanos rivalizaron en darle brillo y animación. Hubo misa solemne y Tedeum a las 12 del día; y, en seguida, brillante refresco. Por la tarde, paseo militar, yendo a la cabeza el Señor Presidente de la República, palo de cocaña y globo. Por la noche, el Señor Presidente, que lo era don Vicente Quadra, obsequió con otro brillante refresco, esta vez al Honorable Cuerpo Militar.

El Club Social

El 14 de septiembre de 1872 se había inaugurado el Club Social. Don Fernando Solórzano, dos Pascual Fonseca y don Pablo Carnevallini fueron tres de sus miembros promotores. A un año de establecido, tuvo lugar en su sede un banquete al que asistieron el líder del liberalismo Máximo Jerez y el presidente Vicente Quadra. Jerez pronunció una alocución que fue muy aplaudida. Don Vicente clausuró el acto con breves palabras elogiosas:

––El Club de Managua es reconocido por todos como un adelanto, y me es altamente satisfactorio felicitaros porque ha cumplido dignamente su misión, manteniéndose a cubierto de las exageraciones y de las divisiones que engendra el espíritu de partido.

La primera piedra del Hospital

El 2 de mayo de 1876 don José Ángel Robleto había colocado la primera piedra del edificio que sería el primer hospital de Managua. Entonces, no había asilo de caridad para abrigarse. Solo el presbítero Julián García se multiplicaba para atender a los enfermos que no poseían recursos ni techo propio. Ya no se tomaba agua del lago Xolotlán, pues abundaban los pozos. Don Francisco Javier Medina fabricaba diariamente tres quintales de hielo, cantidad entonces suficiente. La ciudad carecía de estación de ferrocarril, adonde se dirigirían mucho más tarde carretones de un caballo, cruzando las calles polvosas, en busca de carga. No existían aun la Biblioteca Nacional, ni el Archivo Nacional, ni la Escuela de Artes y Oficios del Ferrocarril.

El cementerio San Pedro

El único cementerio, fundado en 1865 por el general Tomás Martínez, había sido reglamentado durante la administración de Chamorro Alfaro el 30 de noviembre de 1875. Su ley, acaso demasiada extensa, contenía en sus 31 artículos lo que se juzgaba mejor para la administración del Panteón San Pedro. La Junta de Caridad estaba obligada a procurar su mejora, percibir y administrar sus fondos para invertirlos en beneficio del propio establecimiento y del hospital, a juicio y consideración de la misma Junta ––decía su primer artículo.

El reglamento establecía que el San Pedro era el único lugar destinado para los enterramientos de las personas que muriesen en la capital y su jurisdicción. Prohibía las inhumaciones en las iglesias, cuya contravención era penada con una multa de cien pesos, aplicable a los que hubiesen tomado participio en el fraude y será conmutado a prisión. Y su tarifa era la siguiente: por cada vara cuadrada para construir mausoleos a perpetuidad, 8 pesos; por cada uno de los cadáveres que en estos mausoleos se depositen, 20 pesos; por los nichos de la primera línea, 14 pesos; por los de la segunda, 16 pesos… y así; por los enterramientos en los patios, 2 pesos, y por los de los niños, la mitad de los derechos anteriores. También el reglamento contenía serias disposiciones contra los depredadores de las obras del San Pedro, a quienes se imponía severas multas por daños ocasionados a árboles, cercas y plantas del camposanto, equivalentes al valor de lo dañado.

En otro artículo se consignaba como obligación de la Junta fabricar panteones para la inhumación de los cadáveres de las personas que por no haber pertenecido a la comunión católica no pueden ser sepultados sus restos en el panteón general. Había sido el caso del súbdito prusiano Enrique H. Gottel, hombre de excepcionales cualidades, a quien se le enterró en las afueras de este cementerio, en un potrero rápidamente acondicionado, por la prohibición de sepultar los huesos de un francmasón junto a los de los católicos. No obstante, su funeral lo encabezó el presidente Vicente Quadra. El féretro lo condujo un carro cubierto por un crespón negro y tirado por dos caballos, llevando las cintas cuatro compatriotas del extinto ilustrado. Antes de sepultar el cadáver, el señor don Francisco Deshon leyó una oración conforme a los ritos masónicos y el señor don Fabio Carnevalini pronunció una alocución manifestando su reconocimiento a los hijos del país que acababan de dar un testimonio del aprecio profesado a los extranjeros. Este sepelio se llevó a cabo el 12 de enero de 1875.

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