Fabrizio Casari
La política de Trump es el resultado de la crisis estructural de la economía estadounidense: una balanza comercial permanentemente en rojo con un Congreso que cada año debe decidir si superar o no el techo de gasto público previamente establecido, es decir, si aumentar aún más el nivel de deuda, que ya hoy se sitúa en el 123% del PIB de EE.UU., por un monto de 28,4 billones de dólares. Al Tesoro estadounidense le tocará colocar en 2025 otros 2 billones de dólares en deuda y más de 500 mil millones en intereses, que se suman a los 1 billón que ya paga cada año.
Los aranceles no cubren esta necesidad y no ayudan ni a la macroeconomía – porque generan un punto más de inflación, ya peligrosamente en el 3,1% – ni a la microeconomía, dado que los consumidores estadounidenses pagan 57 mil millones de dólares adicionales cada año debido a las tarifas, con un consiguiente aumento significativo del costo de vida.
Entonces, ¿por qué tanta insistencia, además con una demostración de volatilidad que perjudica fuertemente a las bolsas y produce una imagen de poca fiabilidad y credibilidad de la Administración?
Los aranceles son una herramienta para negociar nuevos equilibrios. En otras palabras, Estados Unidos se salva si su deuda la pagan los demás. Normalmente, la deuda se financia a través de la venta de bonos del Estado y estimulando la demanda de dólares, lo que refuerza la economía al reducir el impacto neto de la exposición. Como señala The Global Times, Estados Unidos ha representado durante mucho tiempo más del 25% del PIB global y el dólar, como moneda internacional dominante, ha constituido alrededor del 60% de las reservas globales en divisas extranjeras. Con estas ventajas, Estados Unidos ha cosechado enormes beneficios de la globalización económica y del sistema hegemónico basado en el dólar, convirtiéndose en el mayor beneficiario del libre comercio y del actual orden económico internacional.
Sin embargo, en los últimos años, la arrogancia imperial y la promoción continua de la desestabilización planetaria, de la cual obtiene dividendos por su papel de gendarme mundial, no solo han reducido progresivamente el área de comercio posible (ya restringida por las sanciones que afectan a 24 países, el 73% de la población mundial), sino que también han empujado a muchos países a reducir sus reservas estratégicas en dólares. El uso del dólar como garrote sobre la cabeza de competidores y adversarios políticos ha generado preocupación, porque se ha perdido la confianza en EE.UU. y en su capacidad para garantizar el respeto absoluto del sistema de garantías bancarias.
El mundo cambia sin pedir consenso a Washington
Esto ha modificado sensiblemente el contexto general y hoy los inversores institucionales y privados reducen inversiones y depósitos en dólares, que así corre el riesgo de perder su posición como valor refugio, junto con los Bonos del Tesoro de EE.UU.
De hecho, la venta de depósitos y títulos estadounidenses, sobre todo por parte de China (pero no solo), ha aumentado fuertemente, ya que todos los indicadores económicos estaban entrando en territorio negativo.
Esto se debe ciertamente a dos factores: la inestabilidad económica de Estados Unidos y la pérdida de liderazgo económico, comercial, político y militar. En este sentido, la derrota estadounidense en Ucrania ha tenido un valor paradigmático y la acumulación de derrotas en los planos político y militar (la de Ucrania es clamorosa) ha evidenciado una escasa capacidad estratégica.
A este declive, a esta pérdida de influencia planetaria, se suma el poderoso crecimiento de China, la resistencia exitosa de Rusia, el avance de una política soberana en África y, sobre todo, la expansión progresiva de los BRICS, un bloque que promete mayor libertad de inversión, más respeto por la soberanía política de los Estados y que protege frente a los Estados Unidos que utilizan el dólar y el sistema internacional de transacciones (SWIFT) como garrote político contra sus adversarios.
Los BRICS, que hoy ya representan alrededor del 40% del PIB y el 51% de la población mundial, abogan por una globalización económica universalmente ventajosa e inclusiva, e intensifican los intercambios comerciales mutuos que no requieren el uso del dólar. El resultado es una menor demanda de dólares, los cuales, sin embargo, son los que garantizan la liquidez de caja para la deuda de EE.UU.
Total, esto debilita la importancia y supremacía de Estados Unidos en los mercados y genera una pérdida estratégica. Y ya es una tendencia consolidada el desplazamiento general de capitales del Norte hacia el Sur y hacia el Este, acompañando y apoyando a las economías emergentes que demandan mercados, influencia política y reclaman el reconocimiento de los intereses del Sur Global y del Este. El multipolarismo ya está dotado de fuerza económica y comercial, no solo política y militar.
Trump amenaza a los BRICS con fuertes aranceles si continúan impulsando la desdolarización. Pero ya es tarde: lo que ocurrió primero con los activos de Venezuela y luego con los de Rusia ha generado una enorme desconfianza entre los Estados, que actúan en los mercados a través de sus bancos y fondos soberanos. En fin, toda doctrina económica se basa en el principio de fiabilidad y credibilidad, y el modelo de gobernanza no puede ignorar esto. En el momento en que se pierde la credibilidad y la confianza en el actuar correcto de la banca, los jugadores se levantan de la mesa y la partida está perdida.
China reacciona
Por ahora, Pekín responde con aranceles del 124% sobre las mercancías importadas desde EE.UU. La reacción china se caracteriza por su firmeza en absoluta calma. En una situación de extrema volatilidad, Pekín evita echar más leña al fuego: no sería saludable. Ver a Estados Unidos dirigido por un jugador compulsivo aconseja prudencia, aunque vigilante y capaz de respuestas duras si fueran necesarias.
Obligado por las grandes empresas tecnológicas, Trump estableció que de los nuevos aranceles están exentos los smartphones, ordenadores y las maquinarias utilizadas para producir semiconductores, televisores de pantalla plana, tabletas y PCs de los aranceles aduaneros recíprocos, incluidos los del 125% impuestos a las importaciones chinas: al final, los CEO de Silicon Valley hablaron en voz alta y la Casa Blanca tuvo que comprender la situación de riesgo para las Big Tech. Basta considerar que el 80% de los iPhone que circulan en EE.UU. son producidos en China.
En términos generales, las amenazas de Trump son, en efecto, graves pero no serias. No lo son porque son insostenibles a mediano y largo plazo. La capacidad de EE.UU. para influir en la economía global se ha reducido en comparación con el pasado. Su nivel de importación representa el 13% del total global (hace cinco años era el 20%). Incluso si EE.UU. cortara totalmente las importaciones de sus 185 socios comerciales, 70 de ellos lo compensarían en un año y los otros 115 en los siguientes cuatro años. Para los productores estadounidenses de hardware, en cambio, sería complejo cambiar sus cadenas de suministro en el corto plazo: los costes de sustitución serían altísimos.
Si Pekín, que ya está muy por delante de EE.UU. en los campos eléctrico, tecnológico y de inteligencia artificial, decidiera interrumpir la exportación de tierras raras y otros productos a EE.UU., este no podría hacer frente a la emergencia en el corto-medio plazo, mientras que otros mercados – europeos, asiáticos y africanos – podrían compensar ampliamente la pérdida del mercado estadounidense.
China dispone de opciones que volverían especialmente frágil a Washington: retirar de las bolsas estadounidenses los 300.000 millones de dólares de las empresas chinas que aún cotizan allí y reubicarlos en el área del Euro, o vender los bonos del Tesoro estadounidense que China posee, más del 5% del total. Pero estas acciones también tienen sus contrapartidas: aunque colocarían a la economía estadounidense en una crisis profundísima, no generarían ingresos inmediatos para la economía china: la venta sería a precios inferiores a los pagados en su compra y le quitaría a Pekín el arma más letal de la que dispone en el enfrentamiento con Washington. Sería útil para otros escenarios, incluida Taiwán.
El papel global de Pekín, respaldado por Moscú y por todos los países que ahora ven a EE.UU. como el problema y no como la solución, convierte el enfrentamiento EE.UU.-China en un choque sistémico; no sobre conceptos económicos, sino sobre modelos. Como señala Atilio Boron en Página 12, EE.UU. gradúa anualmente a 197.000 estudiantes en informática e ingeniería. China, a 1.380.000. Se avanza hacia la desamericanización del mundo.
En Pekín reina una calma vigilante. Todo el ruido está para atacar a China, pero se recuerda que China existe desde hace 5.000 años, Estados Unidos desde hace 250. Algo significa eso, ¿no?